Y además quedan ángeles
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 13 abril, 2009
Claudia Barrionuevo
No hace mucho escribí en esta misma columna agradeciendo a un gentil caballero anónimo que había pagado mi cuenta en un restaurante japonés en el que estaba almorzando con una amiga.
Hoy debo reconocer que además de que aún quedan caballeros todavía quedan ángeles.
Desde la infancia de mis hijas su papá les había prometido un viaje idílico cuando la mayor cumpliera 15 años. Por fin había llegado la fecha —con apenas unos meses de retraso— y ambas estaban fascinadas con el gran evento que les esperaba.
Durante semanas estuvimos pendientes de los preparativos y el viernes antes de Semana Santa les ayudé a hacer las maletas, preocupándome de que no olvidaran nada. Al mediodía se fueron hacia el aeropuerto en medio de besos y abrazos.
Sola en la casa me dispuse a escribir mi columna semanal (no esta, la anterior). A las dos y cuarto de la tarde me llamó el padre de mis hijas para decirme que la agencia de viajes no había sacado el permiso de salida y que urgía que yo me presentara en el aeropuerto con mi cédula de identidad.
Repito: viernes antes de Semana Santa. Dos y cuarto de la tarde desde Curridabat hasta Alajuela.
Agarré el carro y yo —timorata y prudente para manejar— me parecía al Tribilín de las fábulas (seguramente estoy hablando de una antigüedad). Recorrí la Circunvalación bajo el calor, con el audífono del “manos libres” en la oreja respondiendo a las llamadas angustiantes de mi hija mayor que quería saber por dónde venía. A la quinta llamada, mientras trataba sin éxito de bajar a la autopista frente al San José Palacio —la entrada estaba cerrada— el carro se murió. Lógico: yo hubiera hecho lo mismo. El pobre debe haber pensado: “esta señora está manejando como nunca lo hace, de forma temeraria, donde agarre la pista me destruye contra algún tráiler. Yo de aquí no me muevo”.
Muy cercana al ataque de histeria —o ya en medio de ella— puse las luces de estacionar, cerré el carro y salí de él, sin rumbo fijo, esperando encontrar un taxi que por supuesto no circulan vacíos en una autopista.
Y ahí llegó el ángel, el buen samaritano, el caballero capaz de ayudar a una dama en problemas, el ciudadano solidario.
Eduardo se llama el hombre en cuestión que paró a preguntarme qué me pasaba. Yo debo haberlo atarantado con mi fraseo histérico del cual solo le quedó claro: “carro varado, hijas, aeropuerto”.
A pesar de que iba hacia Heredia por cuestiones de trabajo, decidió llevarme hasta el aeropuerto y en el camino me contó que tenía cuatro hijas de las cuales estaba evidentemente enamorado y por lo tanto comprendía mi angustia.
Yo, atea confesa y pesimista militante, tengo que reconocer que aún quedan ángeles y que todavía existe la solidaridad.
Esta vez no fue un gentil caballero anónimo, sino Eduardo el que me ayudó a llegar al aeropuerto para que el sueño de mis hijas de realizar un viaje idílico con su padre fuera posible. Mil gracias. Me hizo recuperar mi fe en la humanidad.
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