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Tomas Nassar [email protected] | Jueves 30 agosto, 2007


Emigrar significa, en esencia, abandonarlo todo. Dejar atrás una vida entera, rebelarse contra el destino para intentar construir un nuevo futuro cargado de esperanzas. Es, claramente, una apuesta en la que a veces se gana, pero muchas veces se pierde.

Políticas, religiosas o económicas, las razones de la migración han de ser las mismas para cualquier grupo social. Por represión, por miedo o por hambre, esa debe ser una de las decisiones más difíciles que se puede tomar en la vida. Sobre todo cuando el horizonte es lejano, la distancia mucha y el regreso solo una quimera.

Para los árabes, un proverbio citado por Roberto Marín en su libro La Emigración Libanesa en los Siglos XIX y XX, resume la esperanza que abriga el viaje: fi al-haraka baraka que significa “hay una gran bendición en el traslado”.

Los libaneses se vieron obligados a emigrar. Su herencia les habría alentado a hacerlo. Después de todo, ningún pueblo ha sido más transeúnte que el fenicio. Quien tuvo la bendición de visitar el Líbano, no puede entender que alguien quiera dejar esta tierra maravillosa sin una razón muy poderosa.

Los libaneses salieron a poblar el mundo desde las últimas décadas del siglo XIX. Las imposiciones políticas y fiscales del invasor Imperio Otomano y la desestabilización económica, marcaron el inicio del éxodo sin retorno del Monte del Líbano. Después vino la guerra.

La diáspora de esta parte de la Gran Siria afectó por igual a católicos, cristianos maronitas, drusos y musulmanes. La pobreza viró sus ojos a la América próspera y prometedora que atrajo muchas familias embarcadas en esa aventura irremediable e irrepetible, suerte de profesión de fe en un porvenir digno, de oportunidades y de libertad.

América Latina toda recibió y acogió desde entonces a esta raza de inmigrantes, dispuestos a insertarse y a trabajar con ahínco. No olvidaron jamás su tierra, vivieron orgullosos de su origen y añorando, hasta las lágrimas, su Líbano inolvidable.

Los nuestros vinieron en su mayoría en las primeras décadas del siglo XX y casi todos de Hasroun, un pequeñísimo pueblito montañés de una calle, que surge entre los cedros del norte y que hoy, una centuria después, se conserva intacto, alejado de cuanto sucede al pie de las montañas y al sur y al oeste de su territorio. Quizás por eso, porque la mayoría bajó de la montaña para embarcarse en Trípoli, se dice que los libaneses en Costa Rica de alguna manera, son todos parientes.

Para los emigrantes la receta universal es particularmente cierta: solo se progresa trabajando. Mucho, honrada y denodadamente. Lo supieron esos primeros “turcos” que llegaron a Limón sin conocer una palabra de castellano, y todos los que les siguieron después. Trabajaron, progresaron, alcanzaron su sueño. Hoy, los libaneses en Costa Rica, al igual que muchas otras comunidades, dan mérito y honra a la tierra que los acogió. No en vano dijo el ex presidente mexicano Adolfo López Mateos: “El que no tenga un amigo libanés, que lo busque”.

Muchas gracias, presidente Arias. Usted nos honra altamente al reestablecer relaciones diplomáticas con el Líbano. Este es un gesto que no olvidarán los inmigrantes y sus descendientes.

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