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¿Vamos hacia un impuesto mínimo mundial?

Carlos Camacho [email protected] | Martes 04 mayo, 2021


El estado de las economías mundiales hoy, con pandemia aún por resolver, es comparable con ver el estado de ellas en la mitad de la Segunda Guerra Mundial. Aún es incierto el momento en que la Covid-19 llegue a una condición de vencido, dando lugar a la nueva normalidad. Las perspectivas económicas son cada vez más inciertas.

Solamente es cierto que la pandemia ha drenado las finanzas de todos los países sobre la faz de la tierra. Tanto por la atención de los asuntos correctos, por los montos correctos, como por los motivos más retorcidos que han sido aprovechados por quienes, ostentando posiciones de poder, se han beneficiado de esta desgracia mundial para aumentar los orígenes de sus, ya de por sí, dudosas fuentes de riqueza.

Esta condición de incertidumbre lo único que nos ha dejado como elemento cierto es desolación, empobrecimiento - redistribución inequitativa de la riqueza, muerte y una gran tarea de reconstruir las bases del orden social y económico del mundo post pandemia.

Esto ha hecho revivir una vieja iniciativa: El crear un impuesto mínimo mundial.

La propuesta es originalmente europea, auspiciada por la OCDE pero quien le está poniendo el zapato en el acelerador es la nueva administración Biden en los Estado Unidos de América, para quien la creación de este tributo a las multinacionales no solo debe quedar resuelto y puesto en marcha antes del final de este año 2021, sino que además, excede en su propuesta tarifaria a sus colegas europeos y otros miembros de la OCDE.

Mientras que Europa y la OCDE han venido desde hace años hablando de este tema en rangos tarifarios que van del 13 al 18%, la administración Biden es más atrevida aun, proponiendo una tarifa equivalente al 21%. Esto no solo es un golpe en el timón, sino una redirección en la tendencia de competir por tarifas impositivas, más aún por exenciones.

La secretaria del tesoro de los Estados Unidos, Janet Yellen, en la reunión de primavera del G-20, se ha propuesto que, así como de la Segunda Guerra Mundial resultaron necesarios planes de reconstrucción de los pueblos, Estados, e instituciones, el actual combate a ultranza contra la enfermedad y sus repercusiones económicas, ha de generar nuevas entidades e institutos legales.

Por una parte, se propone la creación de un impuesto mínimo, así como instituciones que lo administren, lo fiscalicen y por supuesto - algo que aún está en el tintero - alguien que reparta. Un aspecto clave para que la realidad económica que se pretende palear, no se agrave con el remedio bueno para unos y nefasto para los menos favorecidos.

Por supuesto, un cambio tan dramático en la tributación de las empresas multinacionales no es ni mucho menos un terreno de serenidad, ni un asunto que encuentre consensos con facilidad. Hay detractores frontales, quienes están buscando la forma de darle vuelta a la posibilidad de que esta manera de tributación de las multinacionales llegue a ser una realidad.

Veamos en primera instancia el tema desde la perspectiva de quienes están de acuerdo con la creación de este impuesto mínimo para multinacionales. El punto en desacuerdo aún es la tarifa por aplicar. Una batalla que parece dura de resolver. Son muchos países los que están de acuerdo con el impuesto, pero se muestra reticentes a la tarifa propuesta por Estados Unidos. Par el director del Banco Mundial, David Malpass, también se trata de una propuesta demasiado alta. Toma sentido ante la lógica económica de que, ante altas tarifas impositivas habrá menos tributación. Tanto por menor rentabilidad efectiva como por una mayor propensión a la búsqueda de mecanismos elusivos.

Los países que se oponen de manera rotunda a la creación de este tributo mínimo piensan en las consecuencias que puede llegar a tener esta nueva forma de tributar en la atracción de inversión extranjera directa. Este es el caso especialmente de los países que somos destino de inversión, que podemos desmejorar en competitividad país; pues aun si se mantienen sistemas de incentivos tributarios, estos resultarían en la renuncia de la soberanía fiscal, en favor de terceros países - la sede de negocios de la multinacional concreta - aspecto que carecería de lógica económica ante las propias necesidades que aquejan a nuestras economías.

En la acera del frente tenemos a los defensores, encabezados por la secretaría de asuntos fiscales de la OCDE, que consideran que esta es la única manera de “nivelar la cancha” para que se erradique el arbitraje tarifario, o la competencia de atracción de inversiones mediante la generación de incentivos fiscales que hacen una sombra a la realidad de las eficiencias económicas de una economía en sí misma.

También tenemos que, dentro de la gran decisión que se debe tomar, los paraísos fiscales - los pocos que quedan, se verán claramente afectados con la posible imposición mínima global de las empresas multinacionales, siendo este un golpe casi mortal a estas jurisdicciones laxas.

Una clara definición de cómo se identifican las empresas multinacionales, en una economía cada vez más globalizada, está pendiente aún de precisar. Una preocupación necesaria para definir sobre quiénes, efectivamente, recaerá la tributación mínima; así como, quiénes pueden llegar a establecer estrategias de escisión de negocios que les permitan llegar a quedar no sujetos a dicha obligación, mediante la reducción artificial o artificiosa de las características de la empresa multinacional.

Tenemos a la vez por resolver la determinación de base imponible, en el caso de que se llegue a acordar una tarifa de equilibrio que sea de satisfacción para los países promotores, más allá del nivel de acuerdo de las empresas afectadas por esta nueva tributación. Para uniformar la base de cálculo país por país juegan un papel trascendental los tratamientos contables y en qué medida deben ceder las normas de derecho local a normas supranacionales, que distinga los aspectos a deducir de la tributación mínima global.

Debemos tener en consideración la necesaria eliminación de las transacciones vinculadas de la base imponible, para evitar una doble imposición económica en las transacciones intragrupo que enfrentan comúnmente las transnacionales.

De igual forma se hace complejo definir el concepto del mejor derecho de gravar en una empresa multinacional con funciones en diversas jurisdicciones, ya que, no solo deben resolverse los asuntos de eliminación de las transacciones que se encadenan, sino también, aquellas que correspondan al concepto de cadena de valor y apropiada atribución de sus valoraciones.

A fin de lograr que la distribución de la cuota tributaria de quienes la cobren sea el nuevo órgano global de gestión y fiscalización mundial, al tener que definir como se distribuirán los impuestos recaudados en función de las reglas de encadenamiento con su apropiada valoración conforme reglas de precios de transferencia.

La complejidad técnica del tema no debe hacernos apartar nuestro deber de vigilancia respecto del impacto de esta iniciativa. Si bien ataca los abusos de tarifas efectivas de impuestos a nivel consolidado de las empresas multinacionales casi risibles, debemos hacer conciencia que, si estas empresas desean mantener contentos a sus inversionistas, deberán e indudablemente harán, los ajustes necesarios en sus precios para mantener al menos, si no aumentar sus rentabilidades de las acciones después de impuesto. Crearán eventualmente presión sobre los precios, que socialmente resultarían en un despropósito. Si bien el sujeto obligado legal es la empresa multinacional, quien económicamente pagaría sería el consumidor final.

Esto resultará en una gran paradoja, ya que la motivación que sostienen quienes defienden la creación de este impuesto es, precisamente, que la devastación resultante de la COVID-19 es tal que se requiere de una reconstrucción del aparato productivo del mundo. Concordamos, esta consecuencia ha dejado a pobres más empobrecidos, inclusive debajo de la línea imaginaria de la miseria, pero, si el remedio de una tributación mínima resulta en una escalada en los precios para mitigar el incremento en la tributación de los proveedores de bienes y servicios multinacionales, simplemente el remedio termina teniendo efectos colaterales poco deseables.

La solución no parece apropiada cuando se plantea el reparto de la recaudación mediante las inyecciones de activación a las economías, pues seguiremos abriendo la brecha de los excluidos de la sociedad, sin que hayamos agregado un ápice a la solidaridad que no se logrará mediante el aumento en los denigrantes sistemas de subsidios. Esos que terminan en los bolsillos incorrectos y dan sustentabilidad al problema, más que a la solución social, que es de la que debe ocuparnos como humanidad a la más pronta acción.

Como país en camino a la membresía de OCDE tendremos la histórica responsabilidad de manifestarnos respecto de las consecuencias que pueden estar quedando desatendidas en una iniciativa que, si bien parecer resolver el problema de del déficit de los gobiernos, no es por sí mismo, un objetivo tener fiscos sin déficit y colas de hambre y miseria en la sociedad. El dilema no es sencillo de resolver, pero no por ello debemos aceptar que la medida se adopte sin claridad de cómo resolverá la endemia social que hoy vivimos.

Es claro que lo económico debe ser resuelto y con urgencia, pero hacerlo sin considerar la respuesta de a quién debe beneficiar este remedio económico, nos deja una importante estela de dudas que esperamos se aclaren de previo a un posible acuerdo de este novedoso sistema tributario, que esperan los optimistas se logre este mismo año.

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