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Un día en la vida

Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 21 abril, 2008


Un día en la vida

Claudia Barrionuevo

Después de meses de no vernos, Inés y yo nos encontramos la noche del viernes. Apenas llegó me contó su día.
Sus hijos adolescentes la habían despertado con la noticia de que no había agua caliente: se había olvidado de encender el breaker del tanque la noche anterior. Apenas le pagaran compraría un timer, pero por ahora —considerando que el aumento en el pago de la electricidad iba a ser considerable– había que ingeniárselas para disminuir el gasto.
El día estaba nublado y gris, no daban ganas de hacer nada. Aunque todavía era abril, el cambio climático nos castigaba con un invierno prematuro.
Inés ya estaba condicionada: apenas se montaba al carro ponía la cartera en el suelo, debajo de su asiento. Tenía pánico de que le rompieran el vidrio como a tantas mujeres. Y aunque el estado de sus carteras ya era desastroso de tanto rodar por el piso, no olvidaba tomar esa precaución entre muchas otras.
Afortunadamente su lugar de trabajo estaba muy cerca de su casa y entraba relativamente tarde, de manera que no tenía que lidiar con las presas. Claro, considerando que hacía dos meses se le había vencido Riteve y aún no tenía la plata para meter el carro en el taller, lo mejor era tomar el camino largo para evitar a algún oficial de tránsito.
Su trabajo no le fascinaba pero le pagaban relativamente bien. Aunque igual que a su mediocre y pretenciosa compañera de oficina a la que tenía que soportar día tras día; sus estúpidos comentarios ya le resultaban tan aburridos que ni siquiera me los quiso repetir. Pero bueno, se alegraba de tener un salario que le permitiera sobrevivir.
Siempre le había gustado almorzar sola, leyendo los periódicos del día, pero había ido perdiendo esa costumbre. Trataba de evitar enterarse de cualquier suceso sangriento; no fuera a ser que esa percepción —aparentemente falsa— de inseguridad aumentara en ella y le provocara un ataque de pánico incontrolable. Por otra parte, conocer los manejos de las finanzas de la iglesia, para ella educada en el catolicismo, era tan indignante que mejor leía esas noticias por encimita para prevenir que le cayera mal la comida.
Las tardes siempre estaban aderezadas con dos o tres llamadas de sus hijos. Posiblemente por falta de carácter —o porque la maternidad también es eso— Inés se había convertido en la servidumbre de ellos: cocinera, empleada, chofer, mandadero, etcétera.
Ese día no iba a ser la excepción y le tocaba lo que más la irritaba: manejar un viernes a las 6 p.m. de Este a Oeste y luego de Norte a Sur. Y llovía. Y el carro se calentaba. Y las escobillas no funcionaban bien. Y los vidrios se empañaban.
Al llegar a su casa (hogar, dulce hogar) de regreso del largo día se encontró con la sorpresa de que su hija había invitado a dos amigas. La noche no pintaba tranquila.
Justo en ese momento llamé y la invité a salir. Para eso están las amigas, para salvarnos. Pasé por ella y escuché el relato de su día. Cotidiano, común, normal. Como el de muchas. Un día en la vida.

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