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Trashumantes

Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 23 febrero, 2009


Trashumantes

Claudia Barrionuevo

La historia del teatro occidental se inicia con Tespis. Más cuenta cuentos que actor o dramaturgo, este legendario personaje que recorría la antigua Grecia con sus narraciones, inmortalizó la frase que aún hoy simboliza al mundo del teatro: el carro de Tespis. El teatro nació como un arte popular e itinerante.
Como gitanos, cargando todos los enseres necesarios para sus espectáculos, los actores y sus acompañantes han viajado de un lado a otro llevando reflexión y catarsis pero sobre todo entretenimiento.
De esta vida de gitanos trata la obra de Andrés Lizarraga —primer premio Casa de las Américas— “El carro eternidad”. El dramaturgo argentino estudió la vida de Angelo Beolco, actor y dramaturgo veneciano considerado por Darío Fo —Premio Nobel de Literatura— como el máximo autor teatral del Renacimiento antes del advenimiento de Shakespeare. Beolco, conocido como el Ruzzante, recorrió la Italia del siglo XVI con sus obras.
“El carro eternidad” tiene para mí el particular encanto de haber sido la segunda obra no profesional que dirigí siendo estudiante.
Sin intención de compararme con dramaturgos de la talla del Ruzzante o Lizarraga, en este mes de febrero de 2009 el elenco de “Atrapados en un febrero bisiesto”, el equipo técnico de giras del Teatro Nacional y yo, hemos estado recorriendo algunas comunidades del país.
Hemos tenido la suerte de conformar un equipo humano y profesional que —además de trabajar con el fin de ofrecer un espectáculo de calidad— se divierte y disfruta antes, durante y después de la presentación de la obra.
En nuestro país, los espectáculos teatrales se concentran básicamente en San José. Sin embargo —y para mi sorpresa— hay más de una sala en el Valle Central y más allá de él, que reúnen las condiciones idóneas para la presentación de puestas en escena. Por lo menos de teatro de cámara.
La máxima gratificación de las giras es la recepción del público que —en todas las comunidades— es cálido, atento y agradecido.
La labor de proyección teatral hacia algunas comunidades del país que —desde el año pasado— ha venido realizando el Teatro Nacional es encomiable. Requiere un laborioso trabajo de producción y no pocos recursos económicos.
Se trata de una apuesta artística en la que todos ganan: los actores —que se enfrentan a un público no convencional—, los técnicos —que se las rebuscan para realizar un espectáculo de calidad con menos recursos—, los dramaturgos y directores —que pueden analizar si lo que escribieron y dirigieron tiene capacidad de identificación con espectadores diversos— y la producción —que debe realizar la logística para que todo funcione—.
Los mayores beneficiados son los habitantes de las comunidades. No es fácil para nadie. No es barato para el Estado. Aunque solo cueste un poco más que un almuerzo para una docena de personas con cava y vino en el restaurante Cerutti.
La labor de todas las instituciones artísticas del Estado debe ser la de proyectar todos los espectáculos posibles hacia las comunidades. Seguro que no es rentable en términos económicos. ¿Quién dijo que toda acción debe tener beneficios monetarios? Muchos. Demasiados. Estoy convencida de que existen otros beneficios. Apuesto por ellos.

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