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Todos eran mis hijos

Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 24 mayo, 2010



Todos eran mis hijos


Cuando mis hijas entraron a prekinder, empecé a relacionarme con un montón de pequeñas personitas: sus amigos y amigas.
Al principio había que acompañarlas a las fiestas de cumpleaños, y aunque fui a pocas, conocí a todas las madres. Podíamos parecernos poco o nada que siempre teníamos algo importantísimo en común: nuestros hijos.
A medida que los pequeños crecieron sobre todo después de la graduación de sexto grado las mamás nos frecuentamos menos. Sin embargo la relación con los chicos se ha fortalecido porque los vemos más seguido en nuestras casas o en nuestros vehículos cuando somos las encargadas del transporte y las conversaciones con ellos son más interesantes.
Es un placer darse cuenta que 11 años después la divertida pizpireta, el simpático conversador, la dulce enamoradiza, el atarantado hiperactivo o la seria aplicada, siguen siendo los mismos. Uno se los imagina dentro de unos años igualitos y quiere verlos, crecer, enamorarse, ver cumplidos sus sueños, convertirse en profesionales, madres, padres…
Y si un día un fatídico día nos enteramos que uno de ellos se ha ido para siempre de esta vida, sentimos un dolor que martillea sin cesar el corazón.
El domingo 16 de mayo, exactamente dos meses después de cumplir 15 años, una de las amigas de mis hijas, la dulce Bea aceptó la irrevocable sentencia del destino. Una sentencia injusta, inexplicable y absurda que no acepta apelaciones.
El ballet clásico y su herencia genética la habían transformado en una adolescente bella, alta y espigada. Para mí siempre se caracterizó por su dulzura, su tranquilidad, su suavidad. Alumna aplicada y amiga de todos, sus rasgos semiorientales le daban un aire exótico.
Saber que ya no estará más me ha provocado una tristeza infinita; sentimiento que compartimos todos los que acompañamos a su familia en la vela, el funeral, el cementerio.
Vi a los adolescentes desconsolados y pensé que todos eran mis hijos. Las madres nos abrazamos llorando diciéndonos unas a otras que Beatriz era también hija nuestra.
Difícil encontrar qué decir para mitigar el dolor desconsolado de sus padres, Franco y Helga, y de su hermanita Camila. Sigo buscando palabras de alivio.
En el cementerio los chicos alrededor del féretro cantaron, lloraron y volvieron a cantar llorando. Todos llevaban en sus manos globos inflados con helio. A la cuenta de tres los soltaron.
Mientras veía elevarse hacia el cielo más de un centenar de globos de colores muchos morados, que era su color favorito— pensé que Beatriz se iba pero también se quedaba. Su imagen quedará detenida en el tiempo; durante el resto de la vida de los que la conocimos, Beatriz tendrá 15 años. Será eternamente bella.
Los globos desaparecieron en el infinito. Beatriz no, todavía esta aquí. Para siempre.

Claudia Barrionuevo
[email protected]

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