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Sanabria, Romero, Bergoglio

Arnoldo Mora [email protected] | Viernes 27 marzo, 2015


Romero ayer, en el insurrecto El Salvador de hace 35 años, y Bergoglio en la Roma de hoy, siguen los pasos de nuestro Sanabria


Sanabria, Romero, Bergoglio

Desde 1980 la Semana Santa reviste en Nuestra América un significado particular que ahora, entre otras causas, gracias al papa Francisco adquiere resonancia planetaria.
Un 24 de marzo de 1980 fue asesinado por militares, armados y entrenados por el gobierno de Estados Unidos, el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, mientras celebraba misa a las 5 de la tarde, hora en que, 20 siglos atrás, murió Jesucristo.
Monseñor Romero ha llegado a ser en la actualidad el centroamericano más conocido y venerado en el mundo entero. Su vida, su palabra y, sobre todo, su martirio, se han convertido en el paradigma de la fe llevada hasta sus últimas consecuencias. Como él mismo lo dijera: “Si me matan, resucitaré en mi pueblo”.
Sus proféticas palabras se han hecho realidad más pronto de lo que sus perseguidores, dentro y fuera de la jerarquía católica, temieron. En efecto, desde hace dos años fue elegido papa, en histórico cónclave, Jorge Bergoglio, jesuita y arzobispo de Buenos Aires. Contrario a sus antecesores inmediatos, el papa Francisco es un confeso admirador de monseñor Romero.
Por eso no nos ha de extrañar que, enfrentando a la obstinada oposición de la burocracia vaticana y de no pocos jerarcas y movimientos religiosos de tendencia conservadora, el actual pontífice haya decidido beatificar el próximo 23 de mayo a Óscar Arnulfo Romero, declarando que, para hacerlo y a tenor de lo dispuesto por el derecho canónico, no es necesario verificar que a monseñor Romero se le haya atribuido un milagro bajo su intercesión, sino que la declaratoria de “beato”, paso previo a su canonización (declararlo “santo” y objeto de veneración universal y oficial) se debe a su muerte martirial.
Lo cual es particularmente significativo, pues sus reaccionarios “cohermanos” (¿?) y sus adversarios políticos, han alegado que la sangrienta muerte de monseñor Romero se debió a su militancia dentro de las filas de la oposición política de izquierda y no a consecuencia de su fidelidad al mensaje de Cristo.
Al igual que Jesús en su época, Óscar Arnulfo Romero es, como dice el Evangelio, “piedra de escándalo”. Porque su fe no fue solo de palabras, sino la expresión práctica de convicciones que provienen de una dramática conversión, que lo hicieron asumir la defensa inclaudicable de los oprimidos.
Romero se convirtió, gracias a sus homilías trasmitidas a todo el continente, en un grito liberador, que superó el terror impuesto por el despótico régimen sostenido por la oligarquía criolla y el Imperio. No otra cosa han hecho quienes profesan la teología latinoamericana de la liberación.
No otra cosa hizo el más connotado líder religioso de Costa Rica, otro arzobispo. Monseñor Víctor M. Sanabria hizo un pacto con el secretario general del Partido Comunista, D. Manuel Mora, con el fin de promover la más importante reforma social de nuestra historia, junto al Dr. Calderón Guardia.
Para justificar su actuación, monseñor Sanabria dijo en su célebre alocución al clero (1945): “Se acusa a la Iglesia de ser de izquierda. Pero la Iglesia no es de derecha ni de izquierda. ¡Sursum! (hacia arriba). La Iglesia siempre ha estado con la justicia. Pero como la mayoría de las veces la justicia está del lado de los pobres, la mayoría de las veces la Iglesia está con los pobres”.
Romero ayer, en el insurrecto El Salvador de hace 35 años, y Bergoglio en la Roma de hoy, siguen los pasos de nuestro Sanabria. Por eso ahora se debe emprender la causa de beatificación de monseñor Sanabria.

Arnoldo Mora
 

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