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Reminiscencias

Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 04 marzo, 2009


Hablando Claro
Reminiscencias

Vilma Ibarra

En ocasiones, los intrincados caminos de nuestras insignificantes historias de vida se topan de frente, en algún recodo, con un hecho notable de la historia patria, y ahí estamos, sin haberlo imaginado siquiera, como testigos de algo que habrá de recordarse en algún libro de texto que seguramente estudiarán los nietos. Me sucedió con el río San Juan. Y lo repaso, hurgando en mi mala memoria, porque finalmente se ha iniciado el proceso por el que habrá de dirimirse si podremos volver a navegar libres, sin amenazas, temores ni coerciones por las aguas políticamente turbulentas de ese cauce.

Eran los días lluviosos de julio de 1998 cuando apenas me asentaba en mi primer (y hasta ahora único) cargo en la función pública. En el Ministerio de Relaciones Exteriores y, de qué otra cosa, sino de periodista (cosa que ahora no aceptaría porque sufriría con la amenaza perenne de don Ottón de despedirnos a todos por costosos e inservibles). La cosa es que había estrenado mi importante (solo para mí, claro) cargo, en medio de la tensión que originó una proclama de adhesión que habían lanzado en mayo mismo, los habitantes de un pequeñísimo poblado nicaragüense llamado Cárdenas que, sintiéndose olvidados de su gobierno tuvieron la brillante idea de amenazar con que si no eran atendidas sus demandas se anexarían a Costa Rica. Y ardió Troya. Solo pronunciar la palabra “anexión” era motivo de inimaginables problemas con los vecinos, así que cuando me di cuenta estaba yo (con mis superiores, por supuesto) en la Cancillería de Managua, sorteando a un enjambre de acuciosos colegas pinoleros encima que intentaban “esclarecer las pretensiones expansionistas de los tiquillos”.

De esa primera visita recuerdo que me impresionó observar tantos y tan diversos mapas de Nicaragua en las paredes. No me atrevo a decir que aquello fue premonitorio, pero lo cierto del caso es que apenas dos meses después nos sorprendió la decisión de Arnoldo Alemán de suspender los derechos de navegación de Costa Rica sobre el río San Juan, advirtiendo que para lograr el cumplimiento fiel de esa proclama estaba dispuesto si era necesario a derramar su casi venerable sangre en el río. Aquello fue el principio de una odisea que tardó los cuatro años de esa administración y hasta nuestros días. Todo intento de solución amistosa del conflicto fue imposible. Imposible sencillamente porque se trataba de una estratagema para mantener desviada la atención de los pobres nicaragüenses que debían creer en las pretensiones expansionistas de ticos, hondureños y colombianos por tierra y mar, en lugar de fijar su atención en el robo a manos llenas de la piñata de dos “líderes” políticos que aún hoy siguen causando estragos a la maltrecha democracia de los vecinos.
La historia es larga. Pero el espacio resulta implacable. Igual que las decisiones, que finalmente llegarán, estoy segura, para restablecer los plenos derechos de libre navegación de los costarricenses sobre el río San Juan.

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