Regulitis aguda de precios
Luis Ortiz [email protected] | Viernes 23 noviembre, 2018
Censor Regulatorio
En el año 301 d.C., el emperador romano Diocleciano promulgó el Edictum Maximum Pretis, con el objeto de fijar el precio de más de 1.300 productos. ¿A qué se debía la inflación que pretendía combatir Diocleciano? Pues a lo mismo que hoy hace que San José sea la cuarta ciudad más cara para vivir en Latinoamérica: elefantiasis estatal, elevado gasto público y déficit fiscal. Su resultado: nadie salió a vender y la carestía empeoró, con lo que el célebre edicto cayó en desuso.
Si bien los controles de precios han acompañado a la humanidad en toda la historia conocida donde el hombre se ha organizado en Estados, lo cierto es que, como lo demuestran Robert Schuettinger y Eamonn Butle en su libro “Cuarenta Siglos de Controles de Precios y Salarios”, en todos los casos han sido un fracaso total; en esencia, un remedio peor que la enfermedad.
Con todo, al parecer en Costa Rica hacemos muy poco caso a la máxima de que aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla, pues desde diversas trincheras del Estado se tiene preparado un verdadero arsenal de regulaciones represivas con el objeto de controlar precios en distintos mercados.
En efecto, primero fue el Banco Central el que pretendió incorporar una norma de control del margen cambiario. Dichosamente, primó la sensatez y el Ente Emisor Central abortó esta regulación que nos remontaba a principios de los años 80, cuando lo típico del Sistema Financiero Nacional era el régimen de “camisa de fuerza, grillos y carlancas”.
Sin embargo, la amenaza sigue latente, pues se cuecen, ahora desde la Asamblea Legislativa, sendos proyectos de ley para regular los precios de la educación superior privada (Expediente #19.549) —como si del pasaje del bus se tratara—, así como otro que pretende crear una oficina para controlar el precio de los medicamentos, con quién sabe qué criterios (Expediente #20.838). ¡Vaya dislates!
Pero quizás sea el proyecto de ley para regular las tasas de interés excesivas de las operaciones de crédito (Expediente #20.861) el que más riesgo implica para nuestro Estado de Derecho, no solo por el mercado y las operaciones que pretende controlar, sino por los nocivos efectos que, sin querer queriendo, puede generar. Así, dicho proyecto de ley establece el nivel máximo de interés en las operaciones de crédito, faculta a la Comisión Nacional del Consumidor a homologar contratos y, además, determina que la exigencia de intereses desproporcionados, que sobrepasen los establecidos, será considerado como delito de usura.
Según lo manifestado por los proponentes del proyecto en trámite, el “excesivo endeudamiento” y la falta de capacidad de pago de los deudores obedece a las “altas tasas de interés” de los créditos y particularmente de las tarjetas de crédito, de ahí que propongan la regulación del cobro de intereses, mediante la imposición de un tope artificial, calculado por el Banco Central.
No obstante, con los topes que se pretenden establecer, sin duda se propiciaría un aumento de la informalidad y mercados paralelos, lo cual generaría un claro efecto de exclusión financiera, pues los segmentos de bajos ingresos verían limitada su capacidad de acceso al crédito. En cuanto a los consumidores, establecer topes a las tasas de interés de préstamos, podría llevar a que algunas entidades del Sistema Financiero Nacional se vean obligadas a dejar de prestar sus servicios de otorgamiento de créditos de tarjeta de crédito, en virtud de que no logren compensar sus costos de operación, incluyendo los riesgos crediticios y operacionales de otorgamiento de estos servicios. De esta forma, las personas con menos ingresos podrían quedar excluidas y ya no ser candidatas para tener una tarjeta de crédito, con lo cual, estos estratos de la población se verían obligados a recurrir al sector informal, que siempre cobra tasas mucho más altas que el sector formal.
En todo caso, han olvidado los ideólogos del proyecto de ley que, a partir de 1996, nuestro país pasó de un modelo de fijación permanente de precios, como existía en la anterior Ley No. 5665 del 28 de febrero de 1975 (Ley de Promoción de la Competencia), a un modelo en el cual esta potestad es excepcional y en todo caso de limitada vigencia en el tiempo, según lo establece así el actual artículo 5 de la Ley de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor. Por tanto, para ser legítima, la regulación de los intereses únicamente podría ser temporal, pues de otra forma violentaría de manera flagrante el principio de la libre competencia, la libertad de empresa y la libertad contractual.
Confiamos, pues, en que la armada de caballos de Troya lanzada por el Estado en contra de las libertades económicas sea detenida a tiempo, pues por más altruistas o generosos que puedan parecer los fines, vivir en un Estado de Derecho implica que, ni las reglas del buen gobierno, ni la doctrina de la razón de Estado, pueden convalidar la utilización de medios prohibidos en detrimento de la libertad y la dignidad de la persona.
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