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¿Quién mintió?

Alvaro Madrigal [email protected] | Jueves 29 enero, 2015


¿Se someterían Melvin Jiménez, Daniel Soley y Ana Lorena Brenes al detector de mentiras?


De cal y de arena

¿Quién mintió?

El afer Jiménez-Soley-Brenes no es un simple accidente de poca monta, merecedor de ser archivado en cosa de tres días. Sus repercusiones en el funcionamiento de las instituciones del Estado son peligrosas en la medida en que horadan su independencia y exhiben la existencia de una voluntad superior determinada a quebrar el principio de frenos y contrapesos inserto en la configuración que el constituyente dio a ese entramado institucional.
Un afer de esta naturaleza es de los que alimentan el descreimiento del ciudadano en los políticos y en los partidos. Una espesa nube oculta la verdad. La percepción generalizada es que alguien mintió a pesar del formal juramento a decir la verdad ante la instancia legislativa que abrió la investigación. Pero no parece que se vaya a poder precisar incontrastablemente quién incurrió en el perjurio.
Es decir, la percepción de que hubo una trama para deshacerse de una funcionaria estorbosa y para dejar el camino libre a las influencias ahora que viene la elección de importantes cargos en la Procuraduría, va a reducirse a eso: una percepción no probada.
Excepto que en las investigaciones se haga uso del detector de mentiras. ¿Se someterían Melvin Jiménez, Daniel Soley y Ana Lorena Brenes al detector de mentiras?
En Costa Rica ningún viceministro goza de autonomía funcional u operativa, ni tiene autarquía jerárquica ni competencias exentas del principio de legalidad o de la regla de la rendición de cuentas.
Esto una verdad de a puño, bien conocida por el presidente Solís, su ministro Jiménez y el abogado Daniel Soley, sometidos todos a las reglas del juramento constitucional que prestaron al asumir el cargo.
Allí, en la Ley General de la Administración Pública, se consagra la normativa propia de la relación jerárquica, de la sumisión disciplinaria, de la legalidad, conveniencia y oportunidad de sus actos.
El viceministro no tiene ámbitos discrecionales sino que está atado a las órdenes particulares, instrucciones o circulares sobre el modo de ejercer sus funciones. Pero sí le asiste el principio de desobediencia cuando reciba órdenes de actuar en ámbitos extraños a su competencia o para proceder en forma manifiestamente arbitraria, por constituir su ejecución abuso de autoridad.
No me trago la versión de que aquel encuentro fue una inocente cita para compartir un café, no contaminada por las incomodidades provocadas por ciertos pronunciamientos de la Procuraduría General de la República que mortificaron en la Casa Presidencial e indiferente a las perspectivas de inducir a su titular a dejar el espacio libre para nombrar su sustituto y el del dimitente Procurador de la Ética Pública, otro funcionario de tareas muy importantes en estos tiempos del descoyuntamiento ético en la gestión de la administración pública.
Obviamente, la “agenda oculta” de la cita estaba marcada por un objetivo muy importante que no cabe concebir ignorado por el superior jerárquico.

Álvaro Madrigal

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