Primates, cerebros y machos alfa
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 31 marzo, 2008
Claudia Barrionuevo
Don mujeres —contemporáneas entre sí— dedicaron gran parte de sus vidas a estudiar los primates.
Dian Fossey, zoóloga estadounidense, convivió con los gorilas de las montañas Virunga en el Africa Central durante 19 años. Su vida en la selva y su terrible muerte (fue asesinada a machetazos) fue objeto de una célebre película protagonizada por Sigourney Weaver, “Gorilas en la niebla”.
Jane Goodall —quien estuvo de visita recientemente en nuestro país— es una naturalista y primatóloga inglesa que se dedicó durante 14 años a observar los chimpancés salvajes de la reserva Gombe en Tanzania.
Fossey y Goodall con sus agudas observaciones sobre los primates han permitido a sociólogos, antropólogos e historiadores comprender y analizar el comportamiento humano. Un comportamiento que a veces parece tener poco de humano, lo cual resulta lógico si pensamos en la formación de nuestro cerebro.
A mediados del siglo pasado el doctor Paul D. MacLean desarrolló la teoría del cerebro triuno, según la cual, el cerebro humano está formado por tres niveles que han ido surgiendo durante la evolución. El primero es el reptílico, que surgió en la primera etapa evolutiva y funciona instintivamente. Responde a las motivaciones básicas: atracción, repulsión o duda.
El segundo es el cerebro límbico, que surge en la segunda etapa evolutiva, la mamífera. Este aporta las emociones. Así se logra tener memoria de las vivencias que han producido placer o dolor y actuar en consecuencia.
Finalmente —y cubriendo los dos anteriores— surge el neo cortex que permite una cantidad de relaciones neuronales que ni la más sofisticada de las computadoras podría igualar.
Pero los cerebros anteriores, el reptílico y el límbico aún están ahí, activos, y se hacen presentes en el momento menos pensado: muchas veces terminamos comportándonos de la forma más animal y primaria.
He estado leyendo y reflexionando sobre estos temas. Observo a quienes me rodean y a mí misma. Es evidente que no estamos tan lejos de los primates que estudiaron las dos célebres anglosajonas. Está claro que nuestros cerebros primarios aún siguen ejerciendo un dominio sobre nuestras actuaciones.
He visto, por ejemplo, cómo los machos alfa desarrollan una agresividad tremenda contra los demás machos para marcar su territorio e impedir que se adueñen de un terreno que están seguros que les pertenece.
Con las hembras estos machos suelen ser menos agresivos, pero no suaves. Su tamaño físico es mayor y su volumen y tono de voz pueden resultar aplastantes para ellas. Por lo tanto las féminas deben recurrir a la astucia —que no a la fuerza de la que carecen— y desarrollar estrategias para defenderse. Algunas veces —tratando de pelear por un espacio— muchas mujeres han optado por adoptar un comportamiento mucho más agresivo —léase más masculino— aunque sea en lo verbal, para poder sortear los embates de los hombres.
Queda claro que estamos encadenados a principios atávicos establecidos hace millones de años y no podemos desembarazarnos de ellos.
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