¿Predestinados?
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 30 junio, 2008
Claudia Barrionuevo
Doña Juana es una señora nicaragüense que trabaja en mi casa desde hace muchos años. Con grandes dificultades trajo a sus dos hijos menores a este país esperando que tuvieran una vida mejor que la que ella tuvo. Lo logró en gran medida. La mayor, una jovencita que ahora cuenta con 18 años, terminó la primaria. Ella, en cambio ni siquiera aprendió a leer.
Hace un mes esta noble señora me contó que su cumiche había abandonado el tercer año de secundaria y estaba embarazada. De nada valieron los consejos que le dio ni el esfuerzo que invirtió.
Cuando les conté la situación a mis hijas se pusieron muy tristes. Para mí era la crónica de un destino anunciado. No sé si hice lo suficiente para evitarlo.
Traté de aliviar la pena de mis pequeñas argumentando que eso iba a pasar tarde o temprano, que de alguna manera la chica estaba predestinada. Ellas se negaron a aceptar mi argumento. Tienen razón. Son jóvenes. No deben creer que el destino esté escrito. El escepticismo las desluciría. A mí no. Ya he visto bastante. Pero no todo.
Posiblemente mis hijas hayan pensado en su amigo Diego. Yo también lo hago ahora.
Diego es un chico de 17 años, excepcionalmente dulce, responsable y lindo que llegó un día a la casa de una pareja de amigos como ayudante de su padrastro, un obrero de la construcción.
Mis amigos, Héctor y Marisol, lo “descubrieron”. Sí, como un agente de modelos descubre a una estrella, pero no por la forma en que lucía por fuera sino por la forma en que resplandecía por dentro.
Se dieron cuenta de que tenía inteligencia, capacidad de estudio, buena alma, y decidieron adoptarlo. No legalmente, pues Diego tiene a su mamá, pero lo instalaron en su casa como a un hijo más y se propusieron darle estudios, hasta el noveno año, en el colegio privado donde asisten sus hijos y las mías.
Con gran dedicación —como si no tuviera otra cosa que hacer siendo profesora universitaria e investigadora— Marisol pasó horas con Diego para que este alcanzara el nivel académico que el nuevo centro de estudios le exigía.
Diego no la defraudó: llegó a ser el presidente del colegio y en él instaló un mariposario como un legado al lugar que lo acogió.
Cuando Diego regresó a su pueblo las circunstancias económicas de su familia lo estaban obligando a dejar sus estudios.
Nuevamente Héctor y Marisol encontraron una oportunidad para el chico: Diego ganó —gracias a su propio esfuerzo y a la ayuda de esta pareja— una beca para ir a estudiar al Colegio Internacional en Montreal.
¿Estaba Diego predestinado? Tal vez sí. Solo necesitaba que alguien lo viera y apostara por él.
Héctor y Marisol organizaron una cena con el fin de recolectar fondos para el pasaje de Diego y allí nos encontramos varios amigos que habíamos seguido de cerca —y emocionados— el desarrollo del muchacho.
Lindy, otra amiga, católica, presente esa noche, me dijo que Héctor y Marisol —ateos confesos— eran realmente cristianos, pues habían realizado un acto de solidaridad, comprensión y estímulo y con él habían logrado que el destino (tal vez escrito) de Diego cambiara.
De parte de Marisol y Héctor fue una buena elección. Para mí, una excelente lección.
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