Perforaciones
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 27 octubre, 2008
Claudia Barrionuevo
Luego de dos meses de no saber nada de Inés, recibí una llamada suya. Estaba desesperada, angustiada, al borde de un ataque de nervios. Su pequeña hija de 12 años se había hecho un piercing sin su premiso. “¿Cómo?” pregunté, queriendo saber en qué lugar del cuerpo, en qué negocio dedicado a tales oficios, con la autorización de cuál adulto. Hiperventilando mi amiga me relató los hechos.
Tres pequeñas amiguitas que supuestamente estaban en un cine de Multiplaza un viernes, tomaron un taxi hasta el Mall Sal Pedro, recorrieron los lugares posibles y desde un quiosco en un pasillo —que tiene un papel en el que se lee “se hacen perforaciones”— las enviaron a un local del primer piso. Una vez allí a las tres enanas —ninguna parece tener ni siquiera 15 años— no les preguntaron nada: ni su edad —más que evidente—, ni sus antecedentes clínicos, ni qué adulto les permitía hacerse una perforación en alguna parte del cuerpo.
Las niñas escogieron un lugar bien escondido: el frenillo que une la encía al labio superior. Y el perforador procedió a perforar la boca de las pequeñas.
Había pasado casi un mes cuando una de las madres descubrió el “piercing” de su hija y llamó a Inés para advertirle que —al parecer— su adolescente también tenía uno. Mi amiga no lo podía creer. La enfrentó preguntándole si podría abrir la boca ante el dentista, casualmente tenía cita al día siguiente. Su pequeña abrió los ojos, quedó muda y ante la exigencia de su madre levantó el labio superior y mostró una argolla en forma de media luna sobre la encía superior.
Inés no pudo mantener la vista ante el horror que le produjo la automutilación de su angelito. Cerró los ojos y me llamó.
Al día siguiente le propuse a Inés ir a ver el lugar —lugarucho— donde a su hijita le habían “adornado” el interior de la boca.
Muy dignas entramos a preguntar los precios y descubrimos que había un “dos por uno” de perforaciones para el ombligo. Como supongo que nadie tiene dos ombligos —tal vez sí, ya a esta edad sé que no sé nada— la promoción se refería a un par de amigas y esas éramos Inés y yo. Claro, poco creíble que lo fuéramos en el albor de nuestros 50. No amigas —que sí lo somos— sino candidatas a la perforación de nuestro centro físico de contacto materno en un vientre estirado por varios partos.
Inés tomó la delantera y advirtió que ella no se sometería a ninguna laceración en un lugar sin permisos del Ministerio de Salud. El encargado de las perforaciones afirmó que por supuesto que la tenían: sin esa autorización no podían funcionar. No sé si era verdad. No la solicitamos. No lo hicimos porque de inmediato el tatuado y perforado ejecutor nos advirtió que —además— debíamos firmar un documento, aportando nuestra cédula, para garantizar que éramos mayores de edad. ¡Así como lo leen! Inés y yo teníamos que demostrar que habíamos superado los 18.
¿Y las pequeñas perforadas? ¿Cómo lo habían logrado? De manera mucho más simple que nosotras. Simplemente llegaron, lo solicitaron y obtuvieron su perforación.
La historia es de terror. Inés está evaluando qué hacer. Yo aporto lo que puedo: contarles a ustedes que en el Mall San Pedro existe un local donde colocan piercings a menores de edad sin la autorización de sus padres.
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