Los hipócritas
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 25 agosto, 2008
Claudia Barrionuevo
En aquel famoso chiste del latinoamericano perfecto, que irónicamente adjudicaba virtudes —en realidad ausentes— a cada una de las nacionalidades del continente, el costarricense era calificado como sincero. Muchos comentarios jocosos se han hecho sobre la capacidad de mentir de los ticos. Por lo general las mentirillas se refieren a posibles encuentros que no concretamos no siempre por falta de ganas.
Aunque la hipocresía es una forma de mentira —al simular que uno tiene ideas o sentimientos falsos— no era una característica propia de nuestra nacionalidad. Sin embargo desde hace algunos años, los políticos han instaurado esta modalidad de actuar como una forma cotidiana. Sus actos poco o nada tienen que ver con lo que expresan públicamente. Condenan enérgicamente acciones que ellos cometen. Y lo hacen tan bien que al escucharlos —tan devotos y cristianos—, al verlos circular por la vida con la frente en alto, uno empieza a dudar si serán ciertos los hechos que se les imputan. Es decir que su hipocresía es efectiva para sus fines.
Siguiendo el ejemplo de “los padres de la patria” (¡mejor ser huérfanos!) cada vez es más común que la hipocresía se manifieste en el ámbito profesional y social.
Mi amiga Inés me contó tres eventos de hipocresía en los que fue testigo la semana pasada.
El primero sucedió en su oficina. Tuvo que regresar tarde en la noche a buscar unos documentos que necesitaba para trabajar en su casa. Sin quererlo descubrió a una de sus compañeras en pleno romance con un jefe casado. El hecho en sí no hubiera tenido la menor importancia si no fuera porque la protagonista en cuestión es la más “santa” de la oficina. Diariamente Inés escuchaba a la mujer criticar despiadadamente a una de sus compañeras que mantenía un romance clandestino. La hipócrita no sabía luego qué cara poner cada vez que se encontraba con mi amiga en la cafetería.
El siguiente evento también tuvo lugar en el espacio laboral. Otra compañera había destruido verbalmente a un colega de ambas. La mujer había antecedido su implacable crítica con un “yo lo quiero mucho pero…” Inés, después de oírla pensó: “ojalá que a mí no me quiera tanto.” Supo después, por otras fuentes, que el caballero criticado tampoco tenía en gran estima a la criticona. Mi amiga quedó desconcertada al presenciar el encuentro de los dos colegas en una reunión de trabajo: se habían saludado con un efusivo abrazo aderezado con un mutuo “qué gusto de verte”. La hipocresía en acción doble.
El tercer suceso aconteció en el Teatro Nacional: Inés descubrió entre los espectadores a un político cuestionado por corrupción. La actitud del señor la sorprendió: fresco, sonriente, buscaba las miradas de todos para saludar afablemente. Mi amiga no lo conoce personalmente y no quería saludarlo pero se vio obligada cuando se lo cruzó en el pasillo de butacas y el hombre le dedicó su sonrisa de inocencia. Luego se sintió mal: había sido tan hipócrita como él. En realidad no: la había tomado desprevenida y ella es muy educada.
Los hipócritas que tienen éxito en hacernos creer que son o sienten lo que ni son ni sienten tienen cualidades histriónicas dignas de un oscar. Nuestro país tiene cada vez mejores actores.
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