Los excesivos
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 23 marzo, 2009
Claudia Barrionuevo
A veces la rutina, las obligaciones cotidianas, el trabajo y la maternidad nos desconectan de las amigas por largo tiempo. Los encuentros —cuando suceden— nos obligan a interrumpirnos una a la otra para no olvidarnos de un hecho importante que aconteció en los últimos tiempos de incomunicación.
Tenía meses de no ver a Inés. La encontré un poco desanimada, ausente, triste al fin. Era lógico: acaba de pasar unos días de completa y total felicidad. ¿Absurdo? No en el caso de mi amiga. Su vida es una montaña rusa. Inés pasa de las emociones más fuertes, de la felicidad exultante, al hueco de la nada, al desánimo total. Ciclotimia, le diagnosticaron, pero yo no estoy tan segura de que en verdad sufra de algún desorden nervioso.
He conocido a muchos que podrían se considerados ciclotímicos. He conocido demasiados. Me he rodeado de ellos posiblemente porque soy una más. No creo que estemos enfermos, creo que vivimos con demasiada intensidad.
Hay muchas formas de vivir la vida. No dejo de admirar y hasta envidiar a aquellos que logran navegar plácidamente por la existencia. No rompen sus rutinas, son disciplinados, no cometen excesos, no se atormentan por sucesos que les son ajenos. Duermen siesta, hacen dieta, no pierden los estribos, no se mueren de ansiedad.
Claro, tampoco se beben la vida de un sorbo, no se enamoran hasta morir, no lloran por las injusticias del mundo, no son capaces de renunciar a la seguridad que les pueda brindar un trabajo, una pareja, un espacio aunque ninguno de estos les sea satisfactorio.
O sea: no todas son ventajas. O sí. Depende del punto de vista. Depende de cómo decida o pueda uno vivir.
Eso sí: cuando uno vive la vida intensamente, todo es excesivo: el gozo y el dolor.
Y la felicidad plena —que siempre es efímera como todos los placeres que valen la pena— provoca en su ausencia una resaca peor que la más terrible borrachera. El día después, el post parto y su baby blues, el vacío que nos queda cuando debemos regresar a la cotidianidad, puede resultar insoportable para las almas sensibles.
Así estaba Inés la última vez que la vi. Como casi siempre está María. Como tantas veces ha estado Ivonne. Todas amigas, todas excesivas. Pasan —pasamos— de la euforia al desánimo en menos de 24 horas, lo cual hace difícil la convivencia con nosotras. Y si bien muchas veces odiamos ser como somos y sufrir como sufrimos, cuando estamos arriba nos encanta tener esa capacidad de disfrutar lo que se nos presente.
“La existencia sin extremos me resulta inaceptable. Soy excesiva, y cuando todo explota, cuando la vida se exhibe es un trance exquisito”, canta la primera dama francesa, Carla Bruni, en su canción “La excesiva”. Cuesta creer que esa mujer de belleza serena cometa excesos. O tal vez no es impensable.
Somos muchos los excesivos. Se vive y se sobrevive. Seguro que más de uno de ustedes lo es y podría repetir todos los días el final de la canción de la Bruni: “Soy excesiva, excesivamente alegre, excesivamente triste, es ahí que existo”.
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