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Hablando Claro

Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 23 enero, 2008


Hablando Claro

Vilma Ibarra

Solo en el casco metropolitano mensualmente se registran entre 110 y 125 colisiones. Y ayer pasé a formar parte de esa estadística. Se trata de colisiones simples donde no hay ningún herido, más que el presupuesto del mes que se nos torna enfermo grave en un instante y eso sí, el consabido calvario de los trámites, la denuncia, la declaratoria, el INS, el Juzgado de Tránsito, el yo no tuve la culpa y cómo si yo tampoco y un sinfín de frases intercaladas entre una y el otro y a su vez cada uno con sus interlocutores celulares pues en medio de cualquier peripecia de la vida, lo primero es acudir al aparato que constituye la extensión misma de nuestra humanidad para comunicarnos y avisar que ya no podremos llegar a tiempo adonde sea que nos dirigíamos, que les digan a todos que estoy bien y de paso que si pueden me recojan en el taller donde quedó hospitalizado el pobre carro porque no solo fue la herida externa sino el destramado total del eje delantero a causa de la fuerza del impacto recibido en la llanta izquierda y, por supuesto, los días de espera para volver a recuperar esa valiosísima prenda patrimonial sin la cual casi un millón y medio de ticos ya no somos nada… absolutamente nada…

Puedo decir que al menos el taxi (porque sí, la colisión fue con un taxi) y mi vehículo no fuimos un obstáculo en la vía porque chocamos en uno de esos escasísimos espacios viales de la capital de tres carriles a la entrada de la avenida 10, de modo que si hubo algún contratiempo en el tráfico sin duda obedeció a los mirones que no podían sustraerse a observar la escena para especular quién habría tenido la culpa. Seguro que ella porque es mujer, seguro que él porque es taxista… Así nos estigmatizamos unos a otros.
Pero yo siempre quedé en desventaja porque por supuesto, los que sí pararon todos en calidad de ejército de apoyo fueron los de la fuerza roja que pasaron por el sitio dispuestos a apoyar a su compañero.
Debo confesar que para ser mi primer choque de semejante impacto (porque el primero fue un absurdo y estúpido golpe dentro de un parqueo de una tienda) debo confesar repito, que aún pienso en la lección del día.

El joven chofer del taxi estaba tan nervioso que en menos de media hora yo ya había perdido la cuenta de cuántos cigarrillos se había fumado. Tal vez advirtiendo el enojo de su patrono hizo el hiperbólico anuncio de que “me des… trozaron el carro jefe” a lo cual yo –con más ingenuidad que otra cosa— interrumpí su conversación para decirle que no fuera exagerado. Lección: el pobre muchacho estaba aterrado de las posibles consecuencias del percance.
Lo otro que me llamó poderosamente la atención fue la llegada del jefe. Se bajó de un BMW dorado junto a su chofer, en una actitud que me hizo quedarme quedita, muy queditita, lo cual no es usual en mí… ¿Cuántos taxis tendría aquel joven adulto? Se lo pregunté, pero por supuesto solo extendió una leve sonrisa antes de despedirse amablemente, diciéndome que me llamaría si tenía alguna respuesta sobre una eventual negociación extrajudicial que le esbocé para que no tener que llegar a engrosar también las estadísticas de los tribunales…

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