Fin de año en Wall Street
Juan Manuel Villasuso [email protected] | Martes 30 diciembre, 2008
Fin de año en Wall Street
Juan Manuel Villasuso
Era la última sesión de la Bolsa de Valores de Nueva York en 2008. Se acercaba la hora del cierre y los bolsistas se preparaban para cantar “Wait´till the sun shines, Nellie”.
Al concluir la última estrofa Richard salió del edificio y se encaminó hacia la estación del subway de la calle Broad. En el vagón encontró un asiento desocupado a la orilla de la ventana.
Hacía varios años que trabajaba como corredor en el NYSE. Había presenciado el auge del mercado en 2003 y vivido su apogeo en octubre de 2007. Ahora las cosas habían cambiado y para 2009 los pronósticos eran desalentadores. Creía tener suficiente experiencia y conocimiento, pero le resultaba difícil entender lo que sucedía.
Richard estaba convencido de que la bolsa de valores era el paradigma del libre mercado, donde se transan acciones y el precio se fija de acuerdo con la oferta y la demanda, y había estudiado para “interpretar las señales” de la macroeconomía y los estados contables de las empresas. Eso debía permitirle predecir los cambios en las cotizaciones.
Sin embargo, en el año que finalizaba los tres indicadores bursátiles más significativos se habían derrumbado sin que nadie lo anticipara: el Dow Jones un 36%, el NASDAQ un 55% y el S&P un 41%.
Compañías emblemáticas habían sufrido violentas reducciones en el precio de sus títulos. General Electric de $37 a $16; Microsoft de $36 a $19; Monsanto de $115 a $67; IBM de $109 a $81 y la Ford Motor Company de $7 a $2. Eso significaba enormes pérdidas para los accionistas, calculadas en miles de millones de dólares.
Más desconcertante era la metamorfosis del sistema financiero: quiebra de instituciones de gran tradición como Bear Stearns y Lehman Brothers, la absorción de Merrill Lynch, Wachovia y Washington Mutual por gigantes como Bank of America, Wells Fargo y JP Morgan; la desaparición de la banca de inversión y su transformación en firmas comerciales como Morgan Stanley y Goldman Sachs; y la crítica situación de Fannie Mae, Freddie Mac y la aseguradora AIG que contaban con patrocinio gubernamental.
A todo esto se añadían dos acontecimientos que le generaban mayor confusión a Richard, fiel creyente del mercado y convencido de que la intervención del Estado y la regulación eran perjudiciales. Primero, la asignación de más de $700 mil millones del Gobierno estadounidense para rescatar a las entidades financieras, y segundo, la estafa de $50 mil millones tramada por el respetado gestor de inversiones Bernie Madoff utilizando el esquema Ponzi.
Mientras veía pasar las estaciones de Chambers, Canal y Bowery, el bolsista reflexionaba sobre lo ocurrido en el año y una desconcertante pregunta lo asaltó: ¿sería cierto que la bolsa de valores era parte de una economía de casino y no un mercado que reflejaba la rentabilidad empresarial?
Si eso era así, entonces lo que había aprendido: “teoría de la eficiencia”, “camino aleatorio” y “expectativas racionales”, entre otras cosas, tenían poca validez ahora, como aseguraba Soros; y Horvath tenía razón al afirmar que no había relación entre el valor accionario y la economía real. La idea lo sobresaltó. Más que eso, lo aterrorizó. Significaba que podía estar equivocado en sus creencias.
Descendió del subway y remontó las escaleras mientras se decía a sí mismo que era fin de año y que en la noche volvería a Wall Street, al Cipriani, donde cenaría, celebraría las 12 campanadas y escucharía a DJ Stretch Armstrong (cuyo verdadero nombre es Adrian Bartos). Ya tendría tiempo para reflexionar en 2009.
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