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Doña Ara…

Iris Zamora [email protected] | Lunes 18 agosto, 2014


La extraño, ahora más a menudo, cuando necesito un consejo; recordar alguna receta, o que me persigne al salir…


Iris Zamora

Doña Ara…

Él tenía 22 años: Aquella Semana Santa en Santa Cruz, era como estar en alguna “sucursal del Infierno”, no estaba acostumbrado a esas temperaturas… En una tijereta, sin zapatos, en camiseta, en calzoncillos, leía esa revista que recibía desde Argentina, “Rosacruces”, entre ese bochorno de abril, se colaba el tufillo de incienso entre las ventanas de madera del Hotel Washington propiedad de Adelita. Era 1953.
Entre el calor, la humedad de la tijereta, la lectura, una voz alteró el ambiente. Se incorporó como si mil avispas lo obligaran, miro por la ventana, una procesión era el escenario allá abajo, intentó buscar la voz, un grupo de adolescentes vestidas de blanco era el coro que acompañaba aquella procesión, buscó el pantalón caqui, se puso unas zapatillas sin medias, corrió calle abajo, intentaba entre santos y caminantes dar con aquella voz que destacaba entre tantas otras, de pronto ahí, la vio, era alta, la más altas de las muchachas, una chalina blanca cubría parte de su cara… su corazón dio tres saltos de carnero, así supo que ella sería mi mamá.
Es la historia que muchas veces mi padre contó, de cómo la voz extraordinaria de mi mamá lo atrapó para siempre. Mi madre educó su voz, era mezzo-soprano, mi papa solía grabarla en aquellas viejas grabadoras de cinta abierta. Era su musa, su compañera de sueños y aventuras. Mi padre tenía un humor extraordinario, ella era más seria, más prudente, más apegada a las reglas, a las normas. Tenía una risa maravillosa que llenaba la casa, vibraban los ventanales de la sala, como cuando cantaba su Ave María de Gounod, su Ave María preferida.
Sus empleos llegaron a coincidir como la formación académica, ya que era difícil encontrar trabajo para “los mariachis”.
Mi mamá, no era mucho de abrazos, y arrumacos, era una mujer de principios inclaudicables, fuerte, valiente, rigurosa, enemiga de la mediocridad, flexible con los que fracasaban. Jugaba con mi hermana Denia y conmigo yackses en las tardes, intentó enseñarme a tejer, sin éxito. Cocinaba la comida más extraordinaria que alguien pueda imaginar, no siempre podíamos disfrutar de esas habilidades. Trabajaba, estudiaba, así le recuerdo de niña, siempre trabajando y estudiando más. Solidaria con aquellos ancianos que le conmovían, amiga de sus amigas hasta dar el alma.
Su aporte a la comunidad invaluable. Una noche con 53 mí padre murió de un infarto, ella empezó a morir también. Un 14 de agosto, también ella se marchó luego de un infarto. Esa noche un joven sacerdote destacado en Zarcero, a quien apoyó en el Seminario, decidió llegar a San Ramón; un presentimiento, entró al Hospital, llegó al pie de su cama, nadie le había llamado, bueno, “Alguien” debió conducir sus pasos. Le acompañó al partir.
La extraño, ahora más a menudo, cuando necesito un consejo; recordar alguna receta, o que me persigne al salir… suelo olvidar el dolor de su ausencia, recordándola en la sala cuando bailaba con mi papá, ella le sonreía aún con timidez, mientras flotaban frente a nuestros ojos.
 

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