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Divorciados: derecho a la intimidad y a sus datos personales

Mauricio París [email protected] | Jueves 04 febrero, 2021


En Roma, los ciudadanos no necesitaban ninguna razón para divorciarse. Esto fue así hasta que la religión católica se convirtió en la oficial del Imperio, y el derecho canónico pasó a tomar la jurisdicción sobre los temas relacionados con el matrimonio. Entonces, el divorcio y la posibilidad de volverse a casar comenzaron a ser gradualmente restringidos, hasta llegar al Concilio de Trento en 1545, en donde el matrimonio pasó a ser indisoluble. Esto desde luego, tenía excepciones, ya que, si el individuo era rico o poderoso, o generalmente ambas, podía optar por la anulación de su matrimonio a cambio de un pago a la Iglesia.

No fue sino hasta la Reforma protestante del Siglo XVI que el divorcio volvió a estar disponible en Europa Occidental, gracias al repudio de Lutero al derecho canónico, y su defensa del matrimonio como contrato secular. La Revolución Francesa también contribuyó a la expansión del divorcio fuera del mundo protestante, ya que defendía el ideal del matrimonio como contrato civil, que podía finalizar sin necesidad de causa. Estas ideas, con restricciones, fueron incorporadas al Código Napoleónico, de influencia para todos los países de Derecho Continental, como Costa Rica. Hoy día, salvo en las Filipinas y en el propio Estado Vaticano, el divorcio se permite en todo el planeta, dando pie a una monogamia serial, en donde las personas pueden contraer múltiples matrimonios, uno a la vez, salvo en los sistemas poligámicos.

El matrimonio, y hablo acá del civil, o al menos los efectos civiles de este, es un contrato singular por varios motivos, uno de ellos, es que cuando termina, los cónyuges no vuelven a su condición previa al matrimonio, es decir, no vuelven a estar solteros, sino que se les califica de divorciados, o viudos. Esto es un resabio religioso y medieval, sin ningún fundamento legal en la actualidad. El divorcio es el mecanismo para terminar el matrimonio, no un estado civil en sí mismo. Puede ser relevante para el catolicismo, ya que ese divorciado no se puede volver a casar de acuerdo con esas reglas hasta que enviude, pero fuera de ese ámbito, no debe tener incidencia alguna en el ámbito civil, que es precisamente el que reconoce la institución del divorcio. Por ejemplo, un empleado que es despedido pasa a ser un desempleado, no un despedido.

Este tema no es de simple nomenclatura, ya que a la condición de divorciado se le asocian estigmas sociales y morales innegables, aun hoy día, relacionados con el fracaso, la inestabilidad o incluso el pecado. Estos estigmas sociales o morales generan un perjuicio a quien los sufre, e incluso muchas veces a los hijos, y son caldo de cultivo para la discriminación social, religiosa o laboral. Estoy claro que este estigma no es el mismo que hace 50 años, y que muchos divorciados quizá consideren que no existe o que nunca han sufrido sus consecuencias. ¿Pero qué pasa con los que sí? Siempre que este calificativo permita la discriminación de un único individuo, es un calificativo discriminatorio porque la minoría más pequeña es el individuo.

La condición de divorciado, de casado o de viudo es un dato personal que interesa exclusivamente a su titular, y debe ser reservado para que este lo comparta únicamente con quien considere oportuno o quien por ley tenga acceso al mismo, como el Registro Civil, por ejemplo. También será de interés en algunos supuestos para el propio Estado o para terceros, por ejemplo, para evitar la bigamia o para comparecer ante un notario y disponer de un bien ganancial.

Sin embargo, que esto sea necesario para determinadas instituciones, no puede justificar su consulta pública, electrónica e irrestricta como existe hoy día por parte del Tribunal Supremo de Elecciones. Esto es una desproporción entre el interés tutelado y los poderes públicos.

En ese contexto, resulta desconcertante el reciente voto de la Sala Constitucional 660-2021, que resuelve un recurso de amparo interpuesto por un ciudadano que solicitó a dicha Sala limitar la información sobre su estado civil, eliminando el historial de matrimonios que ha tenido, información que asegura le ha traído perjuicios personales y laborales. El voto indica que la información sobre el número de matrimonios es de “carácter público y está referida a datos vitales y básicos de una persona”, sin dar ningún sustento del por qué se llega a esa conclusión, y es válido preguntarse ¿Por qué el estado civil es un dato vital? ¿Cuál es el interés de la sociedad o el Estado de saber cuántas veces se ha casado un ciudadano? Y sobre todo, de permitir la consulta pública e indiscriminada de este dato por cualquier persona, y aun peor, sin que el titular de esos datos tenga control sobre el uso ulterior de esos datos personales.

Esta desafortunada resolución es un buen ejemplo del por qué necesitamos incluir el derecho a la protección de datos como un derecho autónomo al de la intimidad en la Constitución. El análisis de la Sala se fundamentó nada más en el derecho a la intimidad, indicando que no es íntimo el número de matrimonios o el estado civil de una persona. Sin embargo, desde la perspectiva de la protección de datos y el derecho a la autodeterminación informativa, aun y cuando estos datos puedan no ser íntimos, su titular mantiene derechos sobre ellos, incluyendo el derecho al olvido, es decir solicitar su cancelación, y a que sean de acceso restringido por ser de interés sólo para su titular y para la administración, en lo que a sus competencias legalmente atribuidas corresponda, no para toda la colectividad.

Quizá incluso, debería promoverse una legislación que proteja a la población divorciada, calificando de discriminatorio el uso de divorciado o viudo como estado civil, diferenciando únicamente entre soltero y casado, y calificando los datos relativos al estado civil y conexos como de acceso restringido.

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