Diplomacia costarricense perdió a un hombre que la honró
Gaetano Pandolfo [email protected] | Jueves 05 octubre, 2023
Cómo canta Enmanuel, en mi vida todo se derrumbó en el año 1962. Tuve que cambiar mi añorado viaje a la Universidad de Navarra, en Pamplona, donde pensaba graduarme de periodista, por asistir al funeral de mi padre, Leonardo, fallecido por un infarto a los 56 años de edad.
Con 19 años de vida, las ilusiones rotas y dos años perdidos en los Estudios Generales, por “culpa” de las distinguidas profesoras, Nury Raventós y Rosemary Karpinski, que me aplazaron en Historia de la Cultura, deambulaba del pretil a la cantina más cercana, desorientado y perdido.
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Javier Sancho Bonilla, el diplomático del pueblo, no sabía nada de esto. Egresado de la Escuela Juan Rudín, iniciaba sus estudios secundarios en el Liceo de Costa Rica.
Cuento en mi libro testimonial, que el no poder viajar a Navarra, por la muerte de papá, que limitó los ingresos económicos de la familia, convirtió a un Bachiller de Honor del Colegio Los Angeles 1960, en un pésimo estudiante universitario que perdió ocho años de su vida útil, “cayendo” en cuatro ocasiones en Historia de la Cultura y luego otros cuatro años en Teoría del Estado, ya como alumno de Derecho.
Don Alfonso Carro, maestro de maestros, no me perdonó una y me “sembró” tres años, hasta qué en 1968, la gané con don Walter Antillón.
Escribo de memoria, pero creo que fue en ese año, 1968, que Javier Sancho fue mi compañero de estudios de Derecho. El tenía 19 años y yo 27.
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Todavía no puedo explicar el porqué nos hicimos tan amigos, afines y cercanos.
Quizá cosas de barrio, deportivas, compartir estudios con compañeros cercanos como Juan Antonio Casafont, Jaime Amador, Hugo Picado, Marina Volio, Federico Sáenz, Lillian Tossi y tantas y tantos estudiantes de Leyes, que años después ocuparon relevantes funciones públicas.
Un par de años después, mi carrera profesional se volcó al periodismo, mientras Javier se graduaba de abogado e iniciaba su carrera como diplomático.
Unos deliciosos frijolitos negros molidos, que doña Norma tenía escondidos como un tesoro, en la despensa de la embajada de Costa Rica en Corea del Sur, nos juntó a los coegas Luis López Rueda y Jorge Umaña, con Javier, Norma y sus pequeños hijos en la cocina de la sede diplomática, durante las Olimpiadas Seúl 88.
Esa familia de Javier, Norma Guevara e hijos, fue un ejemplo de amor, servicio y un encanto. Javier murió el pasado domingo: descansa en paz, diplomático fuera de serie, campeón del servicio y la genuina amistad.