De la crisis a la tragedia
Arnoldo Mora [email protected] | Viernes 16 julio, 2010

La especie de estado hipnótico en que hemos vivido los costarricenses, por no decir la humanidad entera, con ocasión de la final del campeonato mundial de fútbol, no nos debe servir de excusa para que pasemos desapercibida la tragedia, en que se ha convertido para nuestro país la crisis de valores en que estamos sumergidos.
El desenlace fatal en que desembocó el horrendo atentado de que fue víctima una distinguida educadora, que se desempeñaba como directora de una institución privada de educación y que fuera víctima de un atentado a bala en su propia oficina por parte de un adolescente que estudiaba en la institución, debe convertirse en un punto de inflexión para todos. No se trata solamente de lamentar un hecho de esta naturaleza, como tantos que a diario inundan los noticieros de los medios de comunicación. Es algo mucho más grave, no solo por tratarse de un acto sangriento de caracteres insólitos en nuestro medio, aunque frecuente en países industrializados, sino porque pone al desnudo una crisis en nuestro sistema educativo que constituye un real fracaso.
Pero cuando hablo de “crisis en la educación”, no quiero cometer el frecuente error en que incurre un buen número de compatriotas y que se ha convertido ya en opinión pública. Cuando hablo de “educación” no me refiero solamente a la educación formal y sus instituciones en todos los niveles, sino a los medios que emplea nuestra sociedad para trasmitir los valores en que se funda y no tanto a los conocimientos o destrezas que juzga indispensable para que las nuevas generaciones logren desempeñarse exitosamente una vez llegadas a la edad adulta.
No se trata de cuestionar la forma como se enseña, aunque ahí hay también mucha tela que cortar, sino de la manera como inculcamos a las nuevas generaciones qué se requiere para ser considerado un hombre o una mujer que merezca el calificativo de “humano(a)”. No se trata de hablar de información sino de formación.
Es allí donde estamos fallando, no solo en la escuela y el colegio, en el kínder y en las universidades, sino desde el hogar mismo y en la vida cotidiana donde los medios de comunicación, especialmente la televisión y ahora Internet, juegan un papel determinante.
Las nuevas generaciones forjan su escala de valores no tanto por los medios tradicionales que desde tiempos inmemoriales lo ha hecho la humanidad, como son la familia, la religión y en tiempos modernos también la escuela. Las nuevas generaciones aprenden a ser hombres o mujeres viendo televisión, asistiendo a conciertos de rock, socializando entre ellos mucho más que con los mayores. En la década de los sesenta del siglo XX se dio la última gran revolución cultural de la historia de Occidente, por no decir de la humanidad entera y que consistió en el surgimiento de la juventud como un nuevo sujeto histórico. Desde entonces ser joven no es tanto una cuestión de edad: La juventud dejó de ser un asunto exclusivamente de calendario y se convirtió en una cultura, en una manera de ver o, más exactamente, de vivir y de sentir el mundo y la vida.
Los desafíos que deben asumir las nuevas generaciones al llegar a adultos, los enfrentan a una sociedad más y más violenta y competitiva, deshumanizada y compleja. Todo esto provoca en los jóvenes un estado de inseguridad total, que se traduce en una conducta violenta, sea hacia sí mismos (suicidios) sea hacia los otros, no solo hacia quienes consideran enemigos o adversarios, sino incluso a quienes se tienen en el entorno familiar o su prolongación, como son las instituciones de educación.
Ante la angustia que provocan hechos tan horrendos, lo primero que tratamos es de buscar soluciones rápidas y que están al alcance de la mano, pero eso es magia y no racionalidad. Comencemos por recordar que la solución no está en los demás llámese estado, profesores, dinero, psicólogos o consejeros espirituales, si bien todos tienen un papel que cumplir y una responsabilidad que asumir.
La solución comienza por los padres de familia y por todos los que forman opinión pública. Una tragedia de esta envergadura debe llamar a una profunda reflexión a la sociedad costarricense en su totalidad. Mientras eso no se dé, cualquier otra solución será más aparente que real.
Arnoldo Mora Rodríguez
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