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Cuando los pueblos se hartan

Alvaro Madrigal [email protected] | Jueves 24 febrero, 2011



De cal y de arena
Cuando los pueblos se hartan


¿Quién sigue, dónde, cómo, cuándo? La convulsión que vive el mundo árabe sorprende por la velocidad con que se precipita, por su dimensión, por su profundidad y por el arrojo con que esas sociedades se lanzan a plantear y defender sus derechos, encarando la potente maquinaria de guerra al servicio de la arbitrariedad y la represión extrema. Los pueblos que parecían doblados por la espalda, sumisos e ignorantes de los Derechos Humanos, se están alzando airados y corajudos. Tumbaron a los regímenes en Túnez y Egipto y el de Libia vive el asedio de una insurgencia que rebasa todo pronóstico, tanto como para asomar la posibilidad de que Kadafi caiga o si logra imponer la fuerza de sus armas su mandato quede sujeto a grandes fracturas y variaciones. Hay demandas de libertad en Yemen, Bahréin, Argelia y Marruecos. Pero nadie cree que esta rebelión de las masas quede circunscrita a esos ámbitos. El grito de libertad y respeto a los derechos humanos, la exigencia de justicia y de oportunidades para la juventud, la repulsión acumulada por tanto latrocinio de las clases dominantes y por tan profunda desigualdad en la distribución de la riqueza, con diferente grado y prioridad, se oye con fuerza aún en los estados con sobrada apariencia de estabilidad pero carcomidos estructuralmente.
¿Quién sigue? Ninguno está a salvo. Occidente lo sabe, Israel también y de igual modo Irán. Los dados están en el cubilete y todo puede suceder, menos que caigan de canto. Es el pueblo volcado en las plazas y calles el que comanda las acciones. Sin partidos políticos ni dirigentes tradicionales en la liza. Es la más pura expresión de la desobediencia civil, valida de piedras y de la magia de las redes sociales, la que puede precipitar cambios más o menos ordenados y hasta turbar tanto a la tiranía como que deriven las cosas hacia una guerra civil.
Sería imprudente extrapolar aquellos fenómenos políticos y sociales hacia estos lados. Pero algo familiar expresan cuando los entendemos como un estallido de la desobediencia civil que brota indomable para exigir el fin de la arbitrariedad, la injusticia, la corrupción y la desigualdad. Sin la barbarie de aquellas latitudes, son las mismas perversiones que cunden en esta nuestra América de enormes atropellos políticos, descomunales violaciones a los derechos humanos y desbordada corrupción amparada por el manto de la impunidad. La sociedad costarricense, que tanto gusta de ver la paja en el ojo ajeno y de desentenderse de la viga en el propio, haría bien en tomar conciencia de ciertos padecimientos similares para replantearse el significado de un modelo de desarrollo económico que —lo ha dicho mil veces el Informe sobre el Estado de la Nación— ha traído mejores indicadores en educación y salud pero significativos aumentos de la desigualdad social y pobreza en paralelo con un agravamiento de la delincuencia al grado de que “Costa Rica ha dejado de ser una sociedad con bajos niveles de violencia”. Guardadas las diferencias, si esta sociedad no se impone un cambio que enmiende esos resultados, podría vivir una edición de la desobediencia civil en las calles.

Alvaro Madrigal

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