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¿Cómo que amargados?

Tomas Nassar [email protected] | Jueves 15 julio, 2010



VERICUETOS
¿Cómo que amargados?

Conversaba uno de estos días con unos colegas bastante menores que yo acerca de la fiebre de conciertos y megaconciertos que ha invadido al país, y criticaba, por supuesto, que en épocas de crisis la gente incurra en este tipo de gastos que, a mi manera de ver, son prescindibles.
La justificación de los asiduos asistentes, más allá de que “el que puede puede”, es la extraordinaria calidad escénica que ofrecen los grupos y cantantes que vienen al país, se presentan en estadios y se llevan centenas de miles de dólares.
Estando en estas pláticas, uno de esos carajillos tuvo la osadía de preguntar: ¿y cuando usted estaba joven, cómo se divertían? Jue…, ¡qué pregunta! Claro que no se refería a si jugábamos cigarro o mejenga en media calle, o chócolas en el lote del barrio (todos los vecindarios tenían lotes vacíos), o si nos entreteníamos con un maromero o echando suertes con el trompo, sino a lo que hacíamos de noche cuando estábamos más grandecitos. ¿Qué se habrá creído, qué no había conciertos en esos años? ¿O que los oíamos en el circo romano? La preguntita me resultó impertinente, pero inmediatamente me puso a cavilar, a recordar de aquello que nosotros llamábamos también “concierto” y que no era, ni por asomo, lo que ocurre hoy día.
El máximo llenazo lo conseguía Juan Manuel Serrat, a mediados de los 70, cuando se presentaba en el Centro de Recreación de la UCR. Presentación, claro, cargada de la emotividad y fervor político, para una generación profundamente comprometida y rebelde, que igual cantaba consignas contra Franco que contra Somoza y Pinochet. Qué buenos recuerdos de esas noches de música protesta y de solidaridad en que podíamos conversar con Juan Manuel, el catalán, como si fuera uno de nosotros, sin barreras de seguridad, ni zonas VIP o áreas reservadas.
Claro que también teníamos espectáculos menos contestatarios: ir a ver al Conjunto San Francis era todo un deleite en años en que todavía no perdíamos, como juventud, la capacidad de asombro incluso ante las cosas más cotidianas. Probablemente mi concierto más “heavy”, al que debo haber asistido sin permiso de mi mama que me escondía los discos de Joe Cocker (With a Little help from my friends) y de The Animals (Sky Pilot) quizás por recomendación del cura, fue sin duda el de Los Vikingos en el Cine Capri. Todavía me recuerdo con mis zapatotes de plataforma, pantalón campana y camisa negra de cuello de tortuga, bien mechudo y bigotón, sentado en el suelo en medio de una manada de furibundos roqueros que igual seguíamos a Los Rufos, Los Hermanos Vargas, Los Gatos o a los Thunder Boys, aquellos que interpretaban “Black is Black” y una super versión de “Susy Q”.
No fue mucho después que vinieron los King Cats o la super fiebre por Abracadabra, a quienes no nos cansábamos de escuchar y tararear en las tardes juveniles de Teburí, en La Troja, Zorba o El Cuervo (donde tocaba el Pibe Hine) aquellas discos que sucedieron al Sapo Triste, el primer antro de San José ahí por la parada de buses de Cartago, predecesor del Típico Camacho y de Zorro’s Bar unos añitos después, cuando ya se nos servía la cervecita que nos permitían nuestros escuálidos bolsillos, y cuyo consumo nos dejaba tan tiesos que nos obligaba a regresar desde El Barroco a pie a la casa, en horas de madrugada, cuando caminar por San José era un placer y no una provocación a la calaca.
Ciertamente no tuvimos la magia de la tecnología concertil de estos tiempos, pero que la gozamos, la gozamos. A mí, nadie me quita lo bailado.

Tomás Nassar

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