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Café de barrio

Leopoldo Barrionuevo [email protected] | Sábado 03 septiembre, 2011



Café de barrio

A mí me fascinaba la calle Varela por lo que tenía de prohibido en sus cafés donde campeaba mi tío Manolo, jugador de póker imbatible, al igual que a los dados y al siete y medio. Esa etapa, ese lugar me fue descubierto después en “Demian” de Hermann Hesse como el límite entre mi casa y el pecado, el Bien y el Mal y la atracción que este último generaba en mí.
Recuerdo un Café, Bar y Billares que me deslumbraba y quedaba entre La Martona y el Bazar Vidal que era conocido como La Puñalada y tenía una victrolera que dominaba el ambiente del café con su inmovilidad en el altar en el palquito de la mezanina donde apenas se movía para cambiar un disco 78 rpm con el cuidado de lo que se raya y rompe, sustituyendo la aguja RCA del gramófono, dándole cuerda a la caja como si fuera un molinillo de café y reiniciando el tango eterno de Gardel que convocaba a la nostalgia.
Todos contemplaban con ensoñación a esa imagen de la mujer ausente en el boliche humoso que semejaba un templo machista en el que se veneraba una diosa inalcanzable, esa diosa de las piernas cruzadas y de larga falda debajo de la cual se adivinaban sus piernas con ligas y esas medias apenas oscuras que mostraban una costura atrás que las mujeres enderezaban dando el tono erótico de lo que no está permitido y que hay que imaginar a la costura se le llamaba “vena”.
Yo no podía ni me dejaban entrar en el café y una vez que lo hice para saludar al tío Manolo, este me llevó a mi casa como para dar la sensación de que no compartía mi atrevimiento, en especial porque mi viejo lo empleaba en la Casa Mendel y era muy rígido con la cuestión del juego y jamás se permitió asistir ni jugar a los “burros”, el hipódromo al que era tan adicto el abuelo, aunque de soltero fue campeón de billar en los cafés del Centro.
Recuerdo que a los seis años apretaba “la ñata contra el vidrio” como lo reflejara en el tango “Cafetín de Buenos Aires” (1948) su autor, Enrique Santos Discépolo, para ver desde fuera ese mundo de cosas que nunca se alcanzan: “Como una escuela de todas las cosas, / ya de muchacho me diste entre asombros: / el cigarrillo, la fe en mis sueños / y una esperanza de amor.
Cómo olvidarte en esta queja, / Cafetín de Buenos Aires, / si sos lo único en la vida / que se pareció a mi vieja. / En tu mezcla milagrosa / de sabihondos y suicidas, / yo aprendí filosofía... dados... timba.../ y la poesía cruel / de no pensar más en mí.”
El café era una escuela de vida, el umbral de todo lo bueno y todo lo malo, porque te apartaba de los estudios y era el ingreso en la variante del juego, el café, la milonga y la noche.
Mi viejo, derecho y firme en sus convicciones no me lo permitió, así que debí quedarme en la puerta de entrada en aquella inolvidable calle Varela, un apéndice del Bajo Flores, donde el verano se ocultaba poco antes de las diez, lo que hacía que nuestras andanzas fueran eran mucho más extensas en el día que las de los chicos del trópico y así, vivíamos mucho la calle, aunque en invierno los días eran muy cortos y no quedaba más remedio que aplicarse a las tareas del “cole”, lo que entonces se denominaba “hacer los deberes”.

Leopoldo Barrionuevo

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